El 25 de Febrero a las 5 de la mañana, y después de varios
días sin poder dormir, Maya decidió que quería morir. Y no era tanto por el
insomnio, ni siquiera fue por el hecho de encontrarse en un agujero sin salida,
simplemente quería abandonar. Maya era una chica del montón. Sin curvas
explosivas ni vientre plano. Sus pechos no eran para nada voluptuosos, pero
movía las caderas con una gracia casi natural.
Después de dar vueltas por la casa en busca de papeles de
colores y bolígrafos, puso agua a hervir para un té, encendió la cámara de vídeo y el reproductor de música y se abandonó al ritmo de una mezcla de música
pop y rock que salía del pequeño aparato. Bailó de manera sensual, pegó un par
de saltos y paró el video. Sudaba en abundancia, por lo que encendió el ordenador
y se sentó en una silla, dando pequeños sorbos a la taza humeante de Rooibos.
Se registró en una conocida web de contactos y fue escueta
pero directa con el mensaje de “Quiero sexo. Ahora”.
Diez minutos más tarde recibió cincuenta peticiones para
Encuentro con todo tipo de seres. Desde freaks sodomitas a lesbianas
trastornadas.
Tras una rápida visualización de todas sus opciones, eligió
candidato y lo citó en su casa. Fue uno de los peores polvos de toda su vida,
pero ella quería despedirse de esa forma.
Se preparó un cóctel de todas las bebidas embriagadoras del
mueble-bar de casa, y, acompañándolo de unas pastillas de color amarillo y
sabor dulce, se preparó para huir.
Cogió el coche fantaseando con tirarse con él al río, con
prenderle fuego e incluso con estrellarse contra la gasolinera, pero tras mucho
tiempo pensar, decidió que no quería hacer que nadie tuviera que recoger sus
desperfectos.
Volvió a casa y
escribió una carta a cada una de las personas que le habían hecho sentir mal en
uno de los momentos de su vida. Incluyendo aquel dependiente que le tocó una
vez por debajo de la falda. Incluyó también a aquella profesora horrible que
siempre aprovechaba para meterse con ella y que en una ocasión le dijo que “dejara
de comer y se pusiera a correr”.
Después de esto se encendió un cigarro, y se lo fumó con
verdadera parsimonia, con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia el
techo. Decidió que el momento había llegado. Se puso las zapatillas nuevas de
estar por casa y abrazó con ilusión la sensación que la embargaba cada vez más.
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